Rompo mi desconexión y deliberado silencio veraniegos empujado por largos momentos de reflexión después de que los delincuentes hayan vuelto a demostrar lo fácil que es destrozar una vida, una familia, un edificio, una ciudad, una isla…
Y me pongo a sacar cuentas, y vienen a mi memoria datos que me estremecen y me hacen cuestionar la ligereza con la que se usa la expresión «normalidad democrática».
Desde que nació mi hija mayor (la semana que viene hará diez años), han estallado cinco bombas de los «independentistas» (NY Times dixit) en lugares cercanos a mi vivienda o trabajo o por los que transito habitualmente.
Dos de ellas, hicieron temblar el edificio en el que estaba (uno de ellos mi propia casa) estando yo dentro, y una tercera la he visto explotar con mis propios ojos.
Mis hijas, bien en casa, bien en el colegio, han escuchado la explosión de estas tres últimas.
Tengo compañeros de trabajo con secuelas físicas visibles (y tengo la certeza de que otras invisibles) de este tipo de acciones.
Cuando algunos colegas extranjeros que tienen que viajar a España me preguntan por el riesgo de venir siempre les digo que éste es un país normal, y que no hay más riesgo que en cualquier otro país de nuestro entorno, pero a la vista de los datos (mis datos) parece que esto es más un deseo que una realidad.
Y no, no vivo ni trabajo en Kabul ni en Bagdag, ni en Jerusalen ni en Beirut ni en … Vivo en Madrid.
No, no es esta la «normalidad» que yo quiero. Quiero que esto se acabe ya.